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El Largo Camino de Santiago

Tenía nueve años cuando de un par de patadas se rompió la puerta y entraron tres personas, más o menos uniformadas. No recuerdo los colores ni el bando al que pertenecían, daba igual. La guerra se movía por la sierra y unas veces el pueblo era zona roja y otras nacional. 
Nuestra casucha tenía un pequeño huerto y un corral para las ovejas. Las ovejas duraron hasta el primer envite de los soldados. El huerto aguantó y nos mantuvo con vida los primeros años de la guerra, pero entre unos y otros: militares, paramilitares, milicianos y mal encarados, disfrazados de militar con armas auténticas, acabaron con el huerto, con lo plantado y lo recogido. Esa noche además, se llevaron a mi padre. Me quedé solo. 

Sólo cuando ya se habían ido, me atreví a llorar y gritar hasta que el dolor físico superó el del alma. Recogí los restos de la puerta y las usé para hacer el fuego y cocinar mi última cena. Tenía escondidas dos cebollas que asé muy despacito y me comí hasta lo quemado. 
Al amanecer, entré en la iglesia desmantelada y medio quemada y recé pidiendo ayuda al hueco del Cristo. Sin esperar la respuesta divina, me acerqué a la que fue de Santiago Apóstol. Mi padre si tenía mucha fe en él, a mi me gustaba porque tenía un caballo. Si alguien podría echarme una mano tenía que ser el apóstol. Hice la promesa; iría a Santiago de Compostela, a su tumba a rezarle y él salvaría a mi padre. Mi padre me enseñó que las promesas se cumplen y yo lo haría. 
Con una bolsa de tela y una muda tiré por la carretera que iba para el norte. Empecé el Camino de Santiago, aunque poco me imaginaba lo largo que sería.

Seguí por los caminos hasta la sierra, los sabañones me dolían más que el propio cansancio o el hambre. Me alimenté de lo que encontraba: raíces, huevos de gorrión, o si le atinaba con las piedras, el propio gorrión. No pude evitar cruzarme con un par de controles, de ambos bandos, pero entre lo descalichado que estaba y que no llevaba encima más que la ropa, era invisible.
Así llegué a Aranda de Duero. Enorme capital para un niño cuyo pueblo tiene trescientas almas. Mendigué trabajo y un hombre grueso pero simpático, se apiadó metiéndome en su tienda y en su casa, en el ultramarinos de Miguel el Indiano. La comida y la cama fueron mejores que las que había tenido en mi vida. Por lo que las dos noches se convirtieron en muchas. 

Acabó la guerra, pero mi padre y la promesa al santo, dejaron de ser mi motivación principal; comer, dormir y sobre todo, los ojos de Antoñita, la vecina, tomaron su lugar.  Del niño-para-todo en la tienda me convertí en el mozo del mostrador, y como tal mozo fui llamado a tallas. 

Pasé los años de mili en Burgos. Del mozo de ultramarinos me convertí en el camarero de un mesón, y de Antoñita no quedó ni el recuerdo cuando conocí a mi Inés y nos prometimos. Preparando la boda, el señor cura me preguntó por la familia. Le aseguré que era huérfano; cuando vienen a recoger gente dando patadas en la puerta y aireando las pistolas es porque no los van a devolver. Él no preguntó más, hay cosas que mejor no rebuscar. Nos casamos y al poco llegaron mis hijos.

Los años pasaron, y parecía que la vida seguía tirándome hacia el norte. De Burgos, saltamos a León para montar un bar. La vida nos trató tan bien que ni me acordé de mi padre, ni del Apóstol. Pero entre vinos y comidas, la salud se me resintió. Inés me llevó a un balneario en Galicia y entonces volví a reacordar la promesa. Pasaríamos por Santiago. Rezaría por el alma de mi padre y que el apóstol lo salvara, ahora de otros demonios, estos quizá menos malvados. 
Llegamos a Santiago de Compostela con una llovizna fina. En silencio, entramos en la catedral y me senté en la primera fila a rezar. Recé con la fe de mi padre, que no la mía. Pero una promesa es una promesa. Nos quedamos a la misa, y salimos otra vez la plaza de Obradoiro; ahora con un sol que calentaba los huesos. Me senté en la bancada de piedra, en la esquina, enfrente del Parador y la Catedral. Ahí comencé a sentir una paz que nunca había tenido, sentí un calor que me salía del corazón y se extendía por mi cuerpo. Sabia que todo estaba bien. El Apóstol había hecho su milagro. A él no le importó que el camino me hubiera llevado una vida; había cumplido la promesa, y él cumplió la suya. De la felicidad que me entró, reí y lloré como un niño. Cogí de las manos a Inés y besándola, corrimos hasta el coche. Pensó que estaba loco, pero me vio más feliz que nunca y me dejó hacer. Regresé al pueblo. 

Al llegar un coche no siendo fiestas, los clientes del bar de la Plaza de la Iglesia se asomaron. Sabía que tenía que estar ahí, en alguna parte entre esos ancianos, el calor de mi pecho y mi nerviosismo creciente me lo decían. Tenía que estar entre ellos, en alguna parte. Entonces lo vi, unos ojos marrones oscuros, con su barbilla puntiaguda y las cejas pobladas. Allí estaba mi padre, que se le cayeron las cartas de la mano al reconocerme. Estaba muy viejito, doblado por la edad, aún con sus fuertes manos, aunque ahora se sostenía en un bastón y sus ojos un poco nublados que se empañaron en lágrimas al reconocerme. Salté del coche, corrí y lo abracé. Sin palabras, sin aspavientos, como se hacen las cosas desde el corazón, recuperando años perdidos, años de abrazos sin dar a un padre, de lágrimas y olvidos dolorosos.

Hacer El Camino no me trajo a mi padre, a él le devolvió su hijo perdido.