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Verano Malagueño


Ahora, en estos tiempos de aviones, AVE y avíos económicos, estar un verano en Málaga es algo común para medio mundo, casi literalmente; pero cuando yo uno las palabras: verano y Málaga en mi cabeza, regreso a mi infancia, en un bloque de pisos de Huelin.

Nuestro piso era un primero, justo encima de un par de tiendas de barrio. Mi habitación era interior, dando a un auténtico y genuino ojo-patio de menos de 10 m² de luz. El arquitecto que diseñó el bloque, seguro había seguido un curso con los egipcios o los mayas, había hecho los cálculos para que el sol llegara a nuestra ventana el día 21 de junio para indicar el inicio del verano. ¡Qué alegría ver el sol por allí! Llegaban las vacaciones y el aviso para preparar los “júas”.

Recuerdo ir con mi familia a la playa de la Misericordia (que ahora tiene un nombre más moderno) en la Lambretta de mi padre: mis dos hermanos entre sus piernas, mi madre sentada como una dama, a lo amazona, y yo encima de ella, más las banquetas, la sombrilla, la cesta con las toallas, etc; lo que ahora apenas cabría en un SUV o en un monovolumen. Llegar a la playa, descargar de cualquier forma y… ¡corriendo al agua!
Después del primer remojón, la dosis de Nivea, la crema multiservicios de la época, y a la arena. Todo el tiempo lo pasábamos en una mezcla de arena y agua, como una hormigonera haciendo cemento, y así durante las primeras horas de playa. Hasta que llegaba la hora del tentempié: un vaso de agua y raja de sandía por cabeza, lo justo para tenerse en pie, pero eso sí fresquitas; refrescadas en el rebalaje. Después del refrigerio, como teníamos que esperar las dos horas reglamentarias del corte de digestión, mi padre, para entretenernos nos ponía a hacer algo útil: nos daba un cubito y a buscar coquinas. Sí, entonces había coquinas en cualquier playa.
Llegado el medio día, nos volvíamos con la moto, medio cegados, quemados a casa. Ahí sí que te molestaban tus hermanos, o el abrazo de tu madre. La espalda colorada cuando empezaba a doler nos la calmaba mamá con unos pañitos de agua y bicarbonato. ¡Santo Remedio!, o no.


Para comer mi madre preparaba las coquinas, ya con tomate, ya con un toque de ajitos, vino y perejil. A las coquinas además las acompañaba de su maravillosa tortilla de patatas y la ensalada de la casa: lechuga, tomate y cebolla. Tras comer, la siesta. La bendita-maldita siesta. Un niño nunca quiere dormir la siesta, pero entonces no existía la democracia ni en la política, ni en la familia. Tampoco es que hubiese alguna otra opción: la televisión: un único canal que se cortaba a media tarde, la calle, era un horno y los demás niños tenían el mismo régimen político que nosotros y, jugar en casa… ¡cualquiera se atrevía a hacer ruido!

Una vez que llegaba la tarde: la enorme y maravillosa tarde de vacaciones de verano. Tarde sin fin.  Tarde para jugar con los amigos, por supuesto en la calle. Jugar a cosas que actualmente estarían prohibidas por salud o prevención de riesgos laborales: al sota-caballo-rayo, al “chorizos-colgantes” –que te subías a un árbol o a una reja, a más de dos cuartas del suelo o si no, amogabas, al látigo, a la olla, al pilla-pilla, al esconder, a poli-ladro; o incluso a algunos juegos “más educativos”: con el tira-chinas, a tirar petardos (si habían pesetas), a algo que si cierras los ojos se podría decir que era futbol: con una botella de plástico como balón y unas piedras como porterías. Hay uno que incluso da escalofríos de recordarlo, “jugar en la obra”: coger y tirar la ferralla, saltar las zanjas, jugar con la tierra en el balate y subirte en la maquinaria con sus manchas de grasa pertinentes. ¡Darwin hubera tenido que cambiar su enunciado por “sólo sobreviven los que tienen mucha suerte”! Pero entonces todo eran cosas de críos, y si acaso, los heridos iban a la consulta del practicante Don José y con un par de grapas y un pinchazo anti-tetánico, arreglado.


Cuando el sol se cansaba de vernos saltar, correr y reír, se ocultaba y llegaba la noche de verano. Las llamadas de nuestras madres y nosotros volvíamos a casa acompañados del olor a madreselvas y jazmines en los jardines y  las rejas de las casamatas cercanas.
La cena en la terraza, entre los geranios y las cuerdas de tender, abríamos la mesita azul y los banquitos y allí nos acoplábamos todos. La conversación, las bromas, las historias que nos contaba mi madre… Agotados y felices caíamos en la cama.

Echo de menos esos veranos, esa libertad de pensamiento, esa energía, esa playa más natural. Echo de menos a mi padre y a mi madre y sobre todo, a ese niño que fui.