Ya bajo
los pinsapos, dejé el sendero y me interné en la arboleda. Allí aún se puede
ver cómo se sentían los primeros hombres que pisaron esas tierras.
Con
cada paso que daba me emocionaba con las percepciones que me llegaban del
pinsapar. Mis sentidos entraron en resonancia con el bosque.
El
primero fue el oído. Cerré los ojos un segundo y me concentré en lo que
percibía por ellos. Escuché la música del pinsapar. El viento en las ramas y
hojas componen la base melódica. Mis pasos sobre el barro y la retama seca hacen
los tonos bajos de la batería. Los trinos que en la ciudad no se llegan a oír, los
diferentes músicos de la sección de metal haciendo sus solos. Estaba oyendo un
jazz natural que hacía vibrar mis cuerdas moviendo mis piernas como una
marioneta para mantener el ritmo.
Luego
me concentré en la vista. Paré el paseo unos momentos y miré con detenimiento: ¿Cómo
se pintaría la imagen que me rodeaba? Los trazos de luz destellando en las
sombras del propio bosque obligarían a un cuadro con fuertes contrastes de
luces y sombras. Tonos tierra y grises, aplicados con la espátula, para hacer
una textura que resaltara las capas diferentes del suelo, las piedras, las
hojas y los trozos de ramas o cortezas. El rápido vuelo de los insectos, serían
pequeñas líneas brillantes con reflejos metálicos. Con unos pinceles más
gruesos, las líneas continuas de las flores silvestres, en varios tonos de
violeta y de amarillo. En la parte alta del cuadro se haría el techo del
paisaje con verdes muy oscuros, quizá negro y los trozos de cielo, más blanco
que azul, por el brillo y la claridad del aire. Mi imaginación veía un cuadro expresionista,
lleno de textura y sentimiento, donde trataría de reflejar la belleza de la
naturaleza y su impacto en mi alma.
El
tercer sentido en el que dejé perderme fue el olfato. Me senté en una roca y
cerré otra vez los ojos. ¿cuál sería el perfume de la Sierra de las Nieves?
Desde luego, en la base llevaría la resina de pinsapo, algo de extracto de
corteza de quejigo y unas notas de almizcle de las cabras montesas para que
recuerde todos los elementos del bosque. Sobre esa base unas gotas de aceites
esenciales de romero y tomillo, que son los olores del campo malagueño. Por
último, el toque a humo de los carboneros que aún se pueden encontrar
trabajando en la sierra.
Cambiamos
al tacto. Acaricié la roca en la que estaba sentado. Percibí las diferentes
zonas, más lisas unas, más rugosas otras, como una lija de grano fino. Con
cuidado pasé la mano por la suave pelusilla del musgo, notando la humedad que
dejaba en mis dedos. Con un poco de precaución por los insectos, toco la hoja
de una hierba al lado de la roca. El envés es un poco rasposo, seguro que para
que se agarre a la piel de los animales, el haz terso y suave. Me acerqué a un
pinsapo. Su corteza raspa un poco y aunque es menos rugosa que la del pino,
también tiene grietas con zonas resinosas y adhesivas. Las hojas pinchan y hay
que cogerlas con cuidado. El tomillo, no puedo resistirme a cogerlo y restregar
algunas hojas entre mis dedos, lo que hace volver al olfato a mi mente y
curiosamente, llama a consultas al quinto sentido.
El
gusto, como es normal, lo reservo para el restaurante. Regreso a paso rápido al
coche y me dirijo a uno de los pueblos más bonitos de Málaga: Ronda. En mi restaurante preferido, pido una cerveza bien
fría para aplacar la sed y una tapa de embutido de Ronda para arrancar el
hambre. Los aromas de las especias invaden mi nariz y tras dar un primer bocado,
noto como la carne se deshace en la boca, provocando que los bellos se ericen.
La cerveza aumenta el efecto. Tras haber degustado el entrante, llega la comida
propiamente dicha. Elijo un tinto de la Sierra de Ronda, que marida
perfectamente con el mejor plato de rabo de toro que se pueda comer. Las
gelatinas disueltas y la salsa trabada con las zanahorias y el tomate de las
huertas de la serranía, hacen el plato más espeso, lleno de sabor que exige un trozo
de pan para hacer barquitos. De postre, un poco de queso blanco con miel de la
zona, y una, que acabaron siendo dos, Yemas del Tajo con el café. La
verdad es que sirvió para dar el final dulce del día.
Y ¡claro!, si ves el inicio, y
sabes contar, ¿cuál es el sexto sentido? (no, no es el de la película.) El sentido que
falta por describir es el menos común de los sentidos: el sentido común. Y es
que… ¿Dónde se puede disfrutar del paraíso, del cielo, sin tener que morirse?
¡Exacto! En cualquier lugar de la Sierra de las Nieves. En Málaga.