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El maestro de mi memoria


El otro día en el trabajo, como todas las mañanas, en la pausa del café, compré el periódico. Siguiendo mi costumbre lo empecé de atrás a delante: la contraportada, la sección cultural, e ignoro porqué y nunca antes ni después he vuelto a hacerlo, pero ese día me paré en la sección Obituario y leí el artículo.

Era la despedida con mucho dolor y cariño de un amigo a otro, ambos profesores. Al final del texto, salió el nombre del finado: Augusto y en la firma, Benito. Se me abrieron los ojos ¿serían mis profesores del colegio? No son nombres especialmente comunes. Resolví tratar de pasar por mi barrio y tratar de ver a alguno. Al final acabé yendo a mi escuela. Allí seguía Benito, ahora director del centro que me confirmó que sí, que él era el autor y Augusto había fallecido. Le agradecí de todo corazón el artículo, y compartimos el sentimiento de pérdida.

Estudié EGB, con Franco vivo y de política no se hablaba ni en casa, la religión obviamente, católica, las clases comenzaban a las nueve y media y acababan a las cinco, pausando para comer. Teníamos gimnasia si habíamos sido buenos durante la semana, e igual con dibujo. En matemáticas se estudiaban los diagramas de Venn, y en historia de España sólo nuestras gloriosas gestas. En clase siempre fuimos un mínimo de cuarenta alumnos. En resumen, una alegría de plan de estudios. Estoy seguro que la palabra pedagogía sólo aparecía en las traducciones de griego.

 Mi profesor, mi maestro, se llamaba Don Augusto. Por entonces había muchísima más distancia relacional: se le hablaba de usted y se le anteponía el título. Los maestros enseñaban y tú aprendías. Era alto y delgado. Pelo negro corto, con alguna cana suelta, de piel morena y nariz afilada y surcos, más que arrugas, que endurecían sus facciones. Siempre con un Ducados en la mano y el paquete en la mesa.  En días señalados se rezaba un Padre Nuestro antes de sentarnos y comenzar la clase. Era serio en la clase, ni decía, ni admitía, muchas bromas. Los castigos eran extraños porque su ambiente no daba lugar a jugársela. Pocas veces ponía a alguno “cara a la pared”, o “fuera de clase”. Nunca lo vi usar la vara, que entonces era una herramienta más del profesor, porque con la mirada sabías todo lo que no se podía hacer, y jamás se te ocurría hacerlo. Esa severidad de sus clases la compensaba con la enorme paciencia para que entrara en nuestras duras cabezas alguna x olvidada, o el apellido de alguna conjugación de nuestro idioma. 

A partir de las cinco teníamos una hora extra de clases, las permanencias, que se pagaban aparte. Allí quedábamos algunos alumnos cuyos padres se lo podían permitir y, o bien tenían interés en sus hijos, o lo hacían tan sólo para que llegaran una hora más tarde a casa.  En ellas, aplicaba un refuerzo selectivo de la materia de la que cada uno cojeaba: lengua, matemáticas, o ciencias naturales. Él, con su whisky de la tarde en la mesa y su cigarrillo en mano, ampliaba la explicación o nos ponía cuentas para hacer.  Al final del día, nos preguntaba si habíamos entendido; pero no de forma mecánica, sino con auténtico interés personal. Realmente le preocupaban nuestras dificultades: familiares, físicas o de capacidad, y valoraba nuestro esfuerzo, corrigiendo nuestra pereza o desidia con buenas palabras y un cariño que era palpable. Ahí sí se mostraba la esquiva sonrisa que iluminaba su cara.  

Lo tuve de profesor durante dos cursos consecutivos para todas las asignaturas. Los rudimentos de matemáticas y mis primeros encontronazos con lengua, mi amor a las ciencias. Ahí se sentaron las bases de quien soy. Pero eso no es por lo que destaca en mi memoria. Tenía una característica especial: no abandonaba nunca a sus alumnos. Durante el tiempo que estuvimos en el colegio, e incluso, si estábamos por el barrio, seguía nuestro proceso, ya fuese para felicitarnos si había ido bien, como para ayudarnos a enmendar alguna deriva de rumbo. 

Todas las mañanas de los sábados, en el sótano de un bar que hacía función de almacén, entre cajas de refrescos y cerveza, daba clase sin cobrar a compañeros que dejaron el colegio, para que se pudieran sacar el graduado. 

Yo terminé el instituto, fui a la universidad, encontré un trabajo e hice una vida, mientras él siguió dando clase día tras día, en el mismo colegio, y pasaba las mañanas de sábado en el mismo sótano cutre. Todas las tardes paseaba hasta los institutos cercanos para preguntar por sus niños. O charlando en los alrededores de su colegio con algunos hombres, que para él seguían siendo sus niños.

La última vez que lo vi, un poco encorvado, canoso, igual de delgado, sentado al sol de invierno en un banco entre dos moreras, con un pitillo en la boca. Dudé en saludarlo, por si no se acordaba de mí, pero ¡qué va! Se levantó del banco como con un resorte, con la sonrisa que seguía iluminando sus ojos, y me llamó: ¡García!, ¿Cómo estás? ¿Cómo te va la vida? Nos dimos un apretón de manos y tomamos un café. Charlamos un rato. Se había jubilado, pero aún enseñaba en el cubículo del bar.  Me preguntó por cómo fueron mis estudios, y por mi vida en general. Como siempre me recomendó atención a los signos (que sigue siendo mi cruz) y que leyera mucho, esto sí lo cumplo. 

Nos despedimos con un abrazo, rota por la edad, la distancia profesor-alumno. Había vuelto a demostrarme cómo es un maestro de verdad: nunca dejar de enseñar ni de preocuparse por sus alumnos. 

Cuando se compara, él era todo lo contrario a los cánones de educación y trabajo vigentes. Él era un maestro de escuela, sin títulos en pedagogía, ni masters, pero con inmensa vocación. Es "el maestro" en mi memoria, y siempre con el Don.